Kenneth
Frampton
Hacia un regionalismo crítico: seis
puntos para una arquitectura de resistencia
Perspecta:
The Yale Architectural Journal 20, 1983.
Si bien el fenómeno de la
universalización es un avance de la humanidad, al mismo tiempo constituye una especie
de destrucción sutil, no sólo de las culturas tradicionales, lo cual quizás no fuera
una pérdida irreparable, sino también de lo que llamaré en lo sucesivo el
núcleo creativo de las grandes culturas, ese núcleo sobre cuya base interpretamos
la vida, lo que llamaré por anticipado el núcleo ético y mítico de la
humanidad. De ahí brota el conflicto. Tenemos la sensación de que esta civilización
única mundial ejerce al mismo tiempo una especie de desgaste a expensas de los
recursos culturales que formaron las grandes civilizaciones del pasado. Esta
amenaza se expresa, entre otros efectos perturbadores, por la extensión ante
nuestros ojos de una civilización mediocre que es la contrapartida absurda de
lo que llamaba yo cultura elemental. En todos los lugares del mundo uno
encuentra la misma mala película, las mismas máquinas tragamonedas, las mismas
atrocidades de plástico o aluminio, la misma deformación del lenguaje por la
propaganda, etc. Parece como si la humanidad, al enfocar en masse una cultura
de consumo básico, se hubiera detenido también en masse en un nivel
subcultural. Así llegamos al problema crucial con el que se encuentran las
naciones que están saliendo del subdesarrollo. A fin de llegar a la ruta que
conduce a la modernización, ¿es necesario desechar el viejo pasado cultural que
ha sido la razón de ser de una nación? He aquí la paradoja. Por un lado tienen
que arraigar en el suelo de su pasado, forjar un espíritu nacional y desplegar esta
reivindicación espiritual y cultural ante la personalidad colonialista. Pero a
fin de tomar parte en la civilización moderna, es necesario al mismo tiempo
tomar parte en la racionalidad científica, técnica y política, algo que muy a
menudo requiere el puro y simple abandono de todo un pasado cultural Es un hecho:
no toda cultura puede soportar y absorber el choque de la moderna civilización.
Existe esta paradoja: cómo llegar a ser moderno y regresar a las fuentes, cómo
revivir una antigua y dormida civilización y tomar parte en la civilización
universal.
Paul
Ricoeur, Historia y verdad1
1. Cultura y civilización
La
construcción moderna está ahora tan condicionada universalmente por el perfeccionamiento
de la tecnología que, la posibilidad de crear formas urbanas significativas, se
ha visto en extremo limitada. Las restricciones impuestas conjuntamente por la
distribución automotriz y el juego volátil de la especulación del terreno
contribuyen a limitar el alcance del diseño urbano hasta tal punto que cualquier
intervención tiende a reducirse a la manipulación de elementos predeterminados
por los imperativos de la producción o a una clase de enmascaramiento superficial
que el desarrollo moderno requiere para facilitar la comercialización y el mantenimiento
del control social. Hoy la práctica de la arquitectura parece estar cada vez
más polarizada entre un enfoque de la llamada “alta tecnología” basado
exclusivamente en la producción y, por otro lado, la provisión de una “fachada
compensatoria” para cubrir las ásperas realidades de este sistema universal.
Vemos así edificios cuya estructura no guarda ninguna relación con la escenografía
“representativa” que se aplica tanto en el interior como en el exterior de la construcción.
Hace
veinte años, la interacción dialéctica entre civilización y cultura todavía
proporcionaba la posibilidad de mantener cierto control general sobre la forma
y la significación de la estructura urbana. Pero en las dos últimas décadas se
ha producido una transformación radical de los centros metropolitanos en el
mundo desarrollado. Las estructuras de la ciudad, que a principios de los años 1960
seguían siendo esencialmente del siglo XIX, han sido cubiertas progresivamente
por los dos elementos simbióticos del desarrollo megalopolitano: el edificio
alto autosuficiente y la sinuosa autopista. El primero ha llegado a adquirir su
plena significación como el principal instrumento para obtener los grandes
beneficios por el aumento del valor de la tierra que propicia la segunda. El
típico centro de la ciudad que, hasta hace veinte años todavía presentaba una
mezcla de barrios residenciales con industria terciaria y secundaria, se ha
convertido en poco más que burolandschaft
- la victoria de la civilización universal sobre la cultura modulada localmente.
La penosa situación planteada por Ricoeur -es decir, “cómo llegar a ser moderno
y volver a las fuentes”-2 parece circundada por el empuje
apocalíptico de la modernización, mientras que la esfera donde el núcleo
mítico-ético de una sociedad podría arraigar es erosionado por la rapacidad del
desarrollo.
Desde
los inicios de la Ilustración, la civilización se ha preocupado esencialmente
de la razón instrumental, mientras que la cultura se ha dirigido a los detalles
específicos de expresión, a la realización del ser y la evolución realidad
psicosocial colectiva. Hoy la civilización tiende a estar cada vez más enredada
en una interminable cadena de “medios y fines” en la que, según Hannah Arendt,
“el a fin de se ha convertido en el contenido del ‘por el bien de; la utilidad
establecida como significado genera falta de sentido”.3
2. Auge y caída de la vanguardia
La
emergencia de la vanguardia es inseparable de la modernización de la sociedad y
la arquitectura. Durante el último siglo y medio la cultura de vanguardia ha
asumido diferentes papeles, unas veces facilitando el proceso de modernización
y actuando como una forma progresista y liberadora, a veces oponiéndose virulentamente
al positivismo de lacultura burguesa. En general, la arquitectura de vanguardia
ha jugado un papel positivo con respecto a la trayectoria progresista de la
Ilustración. Ejemplo de ello es el papel del neoclasicismo que, desde mediados
del siglo XVIII en adelante, sirvió como símbolo y como instrumento para la
propagación de la civilización universal. Sin embargo, a mediados del siglo XIX
la vanguardia histórica asume una postura adversaria hacia los procesos industriales
y la forma neoclásica. Es la primera reacción de la “tradición” al proceso de modernización,
mientras el renacimiento gótico y los movimientos arts & craft adoptan una actitud categóricamente negativa hacia
el utilitarismo y la división del trabajo. A pesar de esta crítica la
modernización continúa y, durante la última mitad del XIX, el arte burgués se
distancia de las ásperas realidades del colonialismo y la explotación paleotécnica.
A fines de siglo, el Art Nouveau se refugia en la tesis compensatoria del “arte
por el arte”, retirándose a mundos de ensueño nostálgicos o fantasmagóricos
inspirados por el hermetismo catártico de las óperas de Wagner.
Sin
embargo, la vanguardia progresiva emerge poco después del inicio de siglo, con el
advenimiento del futurismo. Esta crítica inequívoca al ancien regime da origen a las principales formaciones culturales de
los años veinte: purismo, neoplasticismo y constructivismo. Son la última
ocasión en que el vanguardismo radical es capaz de identificarse sinceramente
en el proceso de modernización. Tras la primera conflagración mundial -”la guerra
para poner fin a todas las guerras”- los triunfos de la ciencia, la medicina y
la industria parecían conformar la promesa liberadora del proyecto moderno.
Pero en los años treinta el atraso prevaleciente y la inseguridad crónica de
las masas recién urbanizadas, los trastornos causados por la guerra, la revolución
y la depresión económica, seguidos por una súbita y crucial necesidad de estabilidad
psicosocial frente a las crisis globales políticas y económicas, induce a un
estado de cosas en el que los intereses tanto del capitalismo monopolista como del
Estado están, por primera vez en la historia moderna, divorciados de los
impulsos liberadores de la modernización cultural. La civilización universal y
la cultura mundial no pueden servir como base para sustentar el “mito del
Estado”, y una reacción-formación sucede a otra como los fundadores de vanguardia
históricos sobre las piedras de la guerra civil española.
Entre
estas reacciones, no es la menor la reafirmación de la estética neokantiana como
sustituto del proyecto moderno culturalmente liberador. Confundidos por la
intervención del estalinismo en la política y la cultura, los anteriores
protagonistas de izquierda de la modernización sociocultural recomiendan una retirada
estratégica del proyecto de transformar totalmente la realidad existente. Esta
renuncia se predica en la creencia de que mientras persista la lucha entre socialismo
y capitalismo (con la política manipuladora de la cultura de masas que este
conflicto comporta necesariamente), el mundo moderno no puede seguir acariciando
la perspectiva de desarrollar una cultura marginal, liberadora, vanguardista
que rompería (o hablaría del rompimiento) con la historia de la represión
burguesa. Cercana a l’art pour l’art,
esta posición fue propuesta primero en “La vanguardia y el kitsch”, escrito por
Clement Greenberg en 1939. Este ensayo concluye de una manera más bien ambigua:
“Hoy nos volvemos al socialismo simplemente para la preservación de cualquier
cultura viva a la que tengamos derecho ahora”.4 Greenberg volvió a
formular esta posición en términos específicamente formalistas en su ensayo
“Pintura moderna” de 1965:
Habiéndoles
negado la Ilustración todas las tareas que podían realizar seriamente, [las
artes] parecen asimilarse al puro y simple entretenimiento, y éste parece ser asimilado,
al igual que la religión, a la terapia. Las artes sólo podrían salvarse de esta
igualación a un nivel más bajo si demostraran que la clase de experiencia que
proporcionan es valiosa por derecho propio y no puede obtenerse de ninguna otra
clase de actividad.5
A
pesar de esta postura intelectual defensiva las artes han seguido gravitando,
si no hacia el entretenimiento, hacia la mercancía y –en el caso de lo que
Charles Jencks ha calificado como arquitectura posmoderna-6 hacia la
pura técnica o la pura escenografía. Los llamados arquitectos posmodernos se
limitan a alimentar a los medios de comunicación y la sociedad con imágenes
gratuitas y quietistas, en lugar de proponer una llamada al orden creativa tras
la supuestamente demostrada bancarrota del proyecto moderno liberador. Como ha
escrito Andreas Huyssens, “la vanguardia norteamericana posmodernista, no es
sólo el juego final del vanguardismo. También representa la fragmentación y el
declive de la cultura critica de oposición”.
Es
cierto que la modernización no puede considerarse de manera simplista como
liberadora in se, en parte porque el
dominio de la cultura de masas desde los medios de comunicación y la industria
(sobre todo la televisión que, como nos recuerda Jerry Mander, expandió su
poder persuasivo un millar de veces entre 1945 y 1975)7 y en parte
porque la trayectoria de la modernización nos ha llevado al umbral de la guerra
nuclear y la aniquilación de toda la especie. Así el vanguardismo ya no puede
mantenerse como un movimiento liberador, en parte porque su promesa utópica
inicial ha sido desbancada por la racionalidad interna de la razón instrumental.
Este “debate” ha sido bien formulado por Herbert Marcuse:
El
a priori tecnológico es un a priori político, en la medida en que la
transformación de la naturaleza implica la del hombre, y que las creaciones del
hombre salen de y vuelven a entrar en el conjunto social. Cabe insistir todavía
en que la maquinaria del universo tecnológico es “como tal” indiferente a los
fines políticos; puede revolucionar o retrasar una sociedad (...) Sin embargo cuando
la técnica llega a ser la forma universal de la producción material, circunscribe
toda una cultura y proyecta una totalidad histórica: un mundo.8
3. El regionalismo crítico y la
cultura del mundo
Hoy
la arquitectura sólo puede mantenerse como una práctica crítica si adopta una
posición de retaguardia, es decir, si se distancia igualmente del mito de
progreso de la Ilustración y de un impulso irreal y reaccionario a regresar a
las formas arquitectónicas del pasado preindustrial. Una retaguardia crítica
tiene que separarse tanto del perfeccionamiento de la tecnología avanzada como
de la omnipresente tendencia a regresar a un historicismo nostálgico o lo
volublemente decorativo. Sólo una retaguardia tiene capacidad para cultivar una
cultura resistente, dadora de identidad, teniendo al mismo tiempo la posibilidad
de recurrir discretamente a la técnica universal.
Es
necesario calificar el término retaguardia para separar su alcance crítico de
políticas tan conservadoras como el populismo o el regionalismo sentimental con
los que a menudo se la ha asociado. A fin de basar la retaguardia en una
estrategia enraizada pero crítica, resulta útil apropiarse del término regionalismo critico acuñado por Alex Tzonis
y Liliane Lefaivre en “La cuadricula y la senda” (1981); en este ensayo
previenen contra la ambigüedad del reformismo regional tal como éste se ha
manifestado ocasionalmente desde el último cuarto del siglo
XIX:
El
regionalismo ha dominado la arquitectura en casi todos los países en algún momento
de los dos siglos y medio últimos. A modo de definición general, podemos decir
que defiende los rasgos arquitectónicos individuales y locales contra otros más
universales y abstractos. Sin embargo, el regionalismo lleva la marca de la ambigüedad.
Por un lado se le ha asociado con los movimientos de reforma y liberación; (...)
por el otro, ha demostrado ser una poderosa herramienta de represión y
chovinismo... Desde luego, el regionalismo crítico tiene sus limitaciones. La
revuelta del movimiento populista –una forma más desarrollada de regionalismo- ha
sacado a la luz esos puntos débiles. No puede surgir una nueva arquitectura sin
una nueva clase de relaciones entre diseñador y usuario, sin nuevas clases de
programas... A pesar de estas limitaciones criticas, el regionalismo es un
puente sobre el que debe pasar toda arquitectura humanística del futuro.9
La
estrategia fundamental del regionalismo crítico consiste en reconciliar el
impacto de la civilización universal con elementos derivados indirectamente de las peculiaridades de
un lugar concreto. De lo dicho resulta claro que el regionalismo crítico
depende del mantenimiento de un alto nivel de autoconciencia crítica. Puede
encontrar su inspiración directriz en cosas tales como el alcance y la calidad
de la luz local, una tectónica derivada de un estilo estructural peculiar, o la
topografía de un emplazamiento dado.
Pero,
como ya he sugerido, es necesario distinguir el regionalismo crítico de
ingenuos intentos de revivir las formas hipotéticas de los elementos locales
perdidos. El principal vehículo del populismo, en contraste con el regionalismo
critico, es el signo comunicativo o instrumental. Este signo no trata de evocar
una percepción critica de la realidad, sino sublima un deseo de experiencia
directa a través del suministro de información. Su objetivo táctico es
conseguir, de la manera más económica posible, un nivel preconcebido de gratificación
en términos de comportamiento. A este respecto, la fuerte atracción del
populismo por las técnicas retóricas y la imaginaria de la publicidad no es en
modo alguno accidental. A menos que uno se proteja contra semejante
contingencia, es posible confundir la capacidad de resistencia de una práctica
crítica con las tendencias demagógicas del populismo.
Puede
argumentarse que el regionalismo crítico es portador tanto de la cultura
mundial como vehículo de civilización universal. Resulta erróneo concebir
nuestra cultura mundial del mismo modo en que nos sentimos herederos de la
civilización universal, sin embargo, en la medida en que estamos en principio sujetos
al impacto de ambas, no tenemos otra alternativa que considerar debidamente su
interacción en la actualidad. En este sentido la práctica del regionalismo crítico
depende de una doble mediación. Tiene que “deconstruir” esa cultura mundial que
inevitablemente hereda y, a través de una contradicción sintética, tiene que
manifestar una crítica a la civilización universal. Deconstruir la cultura
mundial es apartarse de ese eclecticismo de fin
de siècle que se apropió de formas extrañas, exóticas a fin de revitalizar la
expresividad de una sociedad enervada. (Pensemos en la estética “forma-fuerza”
de Henri van de Velde o los “arabescos-latigazos” de Victor Horta). Por otro
lado, la mediación de la técnica universal supone la imposición de límites al
perfeccionamiento de la tecnología industrial y postindustrial. La necesidad
futura de volver a sintetizar principios y elementos procedentes de orígenes diversos
y tendencias ideológicas muy diferentes está presente en la afirmación de Ricoeur:
Nadie
puede decir que será de nuestra civilización cuando se hayan conocido diferentes
civilizaciones por medios distintos a la conmoción de la conquista y la dominación.
Pero hemos de admitir que este encuentro aún no ha tenido lugar en el nivel de
un auténtico diálogo. Esta es la razón de que nos encontremos en una especie de
intervalo o interregno en el que ya no podemos practicar el dogmatismo de una
sola verdad y no somos todavía capaces de conquistar el escepticismo en el
estamos inmersos.10
Aldo
Van Eyck expresó un sentimiento paralelo cuando hacia la misma época escribió:
“La
civilización occidental se identifica generalmente con la civilización como
tal, en la suposición dogmática de que lo que no es como ella es una
desviación, menos avanzada, primitiva o, como mucho, exóticamente interesante a
una distancia segura”.11
Que
el regionalismo crítico no puede basarse simplemente en las formas autóctonas
de una región específica fue bien expresado por el arquitecto californiano
Hamilton Harwell Harris hace casi treinta años:
Opuesto
al regionalismo de restricción hay otro tipo de regionalismo, el de liberación.
Consiste en la manifestación de una región que está específicamente en armonía
con el pensamiento emergente de la época. Llamamos a esa manifestación “regional”
sólo porque aún no ha emergido en todas partes... Una región puede desarrollar ideas.
Una región puede aceptar ideas. La imaginación y la inteligencia son necesarias
para ambas cosas. En California, a fines de los años veinte y en los treinta,
las ideas europeas modernas encuentran un regionalismo todavía en desarrollo.
Por otro lado, en Nueva Inglaterra, el modernismo europeo conoce un regionalismo
rígido y restrictivo que primero presentó resistencia y luego se rindió. Nueva
Inglaterra aceptó el conjunto del modernismo europeo porque su propio regionalismo
se había reducido a una colección de restricciones.
La
oportunidad para alcanzar una tímida síntesis entre civilización universal y
cultura puede ilustrarse concretamente con la iglesia de Bagsvaerd, de Jorn
Utzon construida cerca de Copenhague en 1976, una obra cuyo complejo
significado surge directamente de la conjunción entre la racionalidad de la
técnica normativa y la irracionalidad de la forma idiosincrásica. En tanto el
edificio está organizado alrededor de una cuadrícula regular y se compone de
módulos repetitivos de bloques de hormigón y unidades murales de hormigón
premoldeado, podemos considerarlo justamente como resultante de la civilización
occidental. Semejante sistema de construcción, que comprende una estructura de
hormigón in situ con elementos de hormigón prefabricado, ha sido aplicado innumerables
veces en todo el mundo desarrollado. No obstante, la universalidad de este
método productivo (que en este ejemplo incluye la vidriería patentada del
tejado) resulta abruptamente controvertida cuando uno pasa de la corteza
modular externa a la bóveda de hormigón reforzado que cubre la nave. Se trata
de un método de construcción relativamente antieconómico, seleccionado por su
capacidad asociativa directa (la bóveda significa espacio sagrado) y sus
múltiples referencias culturales cruzadas. Mientras que la bóveda de hormigón
tiene desde hace mucho un lugar establecido dentro del canon tectónico admitido
de la moderna arquitectura occidental, la sección adoptada en este caso resulta
apenas familiar, y el único precedente en un contexto sagrado, es más oriental
que occidental: el tejado de la pagoda china al que se refiere Utzon en su ensayo
de 1963 Plataformas y mesetas.12
Aunque
la bóveda principal del templo de Bagsvaerd expresa espontáneamente su naturaleza
religiosa, lo hace de una manera que impide una lectura exclusivamente occidental
u oriental del código por el que se constituye el espacio público y sagrado. La
intención es secularizar la forma sagrada evitando el juego habitual de
referencias religiosas y la gama de respuestas automáticas que las acompañan.
Resulta una manera más apropiada de construir un templo en una época altamente
secular, en la que cualquier alusión simbólica a lo eclesiástico suele
desembocar de inmediato en las vaguedades del kitsch. No obstante, en Bagsvaerd
esta desacralización reconstituye sutilmente una base renovada para lo espiritual,
fundada en una reafirmación regional y ofreciendo una base para algún modo de espiritualidad
colectiva.
4. La resistencia del lugar y la
forma
La
megalópolis -reconocida como tal por el geógrafo Jean Gottman en 1961-13
continúa proliferando en tal extremo que, con la excepción de las ciudades que
se levantaron antes del cambio de siglo, ya no podemos mantener formas urbanas
definidas. En los últimos veinticinco años, el campo del diseño urbano ha
degenerado en tema teórico con pocas relaciones con las realidades del desarrollo
moderno. Incluso las disciplinas administrativas de la planificación urbana han
entrado en crisis. El destino del plan que para la reconstrucción de Rotterdam
promulgado después de la segunda Guerra Mundial es sintomático y atestigua la
actual tendencia a reducir toda planificación a la asignación del uso de la
tierra y la logística de distribución. Hasta hace unos años el plano de Rotterdam
era revisado cada diez años teniendo en cuenta lo construido en el intervalo.
En 1975 este procedimiento se abandonó inesperadamente sustituyéndolo por la
publicación de un plan de infraestructura no físico concebido a escala regional
que se interesa casi exclusivamente en la proyección logística de los cambios
en el uso de la tierra y el aumento de los sistemas de distribución existentes
.
En
su ensayo de 1954 “Construir, habitar, pensar”, Martín Heidegger nos
proporciona una perspectiva crítica desde donde observar esta indeterminación
universal de lugar. Contra el concepto abstracto
latino del espacio como un continuo más o menos interminable de componentes
igualmente subdividibles a los que denomina spatium
y extensio, Heidegger opone la
palabra alemana equivalente a lugar: Raum.
Heidegger argumenta que la esencia fenomenológica de este espacio/lugar depende
de la naturaleza concreta y claramente definida de sus límites, pues “un límite
no es eso en lo que algo se detiene, como reconocían los griegos, sino que es
aquello a partir de lo cual algo inicia su presencia”. Aparte de confirmar que
la razón abstracta occidental tiene sus orígenes en la cultura antigua del
Mediterráneo, Heidegger demuestra que, etimológicamente, la palabra alemana
correspondiente a construcción está estrechamente unida a las formas arcaicas
de ser, cultivar y habitar, y que esta condición de “habitar” y en última instancia
la de “ser”, sólo pueden tener lugar en un dominio que esté claramente
limitado. Si bien podemos mostramos escépticos en cuanto al mérito de basar
nuestra práctica en un concepto tan herméticamente metafísico como el de “ser”,
cuando nos enfrentamos con la falta de concreción espacial en nuestro entorno
moderno, nos vemos impulsados a plantear la precondición absoluta de un dominio
limitado a fin de crear una arquitectura de resistencia. Solamente un límite definido
permitirá que la forma construida se yerga contra -y así resistir- el
interminable flujo procedimental de la megalópolis.
El
lugar-forma limitado es también esencial para lo que Hannah Arendt ha
denominado “el espacio de la aparición humana”, dado que la evolución del poder
legítimo siempre se ha fundado en la existencia de la “polis” y en unidades
comparables de forma institucional y física. Si bien la vida política de la
polis griega no procedía directamente de la presencia y representación física
de la ciudad-estado, exhibía en contraste con la megalópolis los atributos
cantonales de la densidad urbana. Así Arendt escribe en La condición humana:
El
único factor material indispensable en la generación de poder es la convivencia
de la gente. Sólo cuando los hombres viven tan juntos que las potencialidades
para la acción están siempre presentes, el poder permanecerá con ellos, y la
fundación de ciudades, que como ciudades-estado han seguido siendo
paradigmáticas para toda la organización política occidental es, en consecuencia,
el requisito previo material más importante del poder.14
Nada
podría estar más alejado de la esencia política de la ciudad-estado que las
racionalizaciones de los planificadores urbanos positivistas tales como Melvin
Webber, cuyos conceptos ideológicos de comunidad sin proximidad y de ámbito
urbano no localizado no son más que eslóganes ideados para racionalizar la
ausencia de todo ámbito público verdadero en la moderna motopía. El sesgo manipulador
de tales utopías nunca se ha expresado más abiertamente que en Complejidad y contradicción en la arquitectura
(1966) de Robert Venturi, el cual afirma que los norteamericanos no necesitan
plazas, dado que están en casa viendo la televisión. Tales actitudes
reaccionarias hacen hincapié en la impotencia de una población urbanizada que,
paradójicamente, ha perdido el objeto de su urbanización.
Mientras
que la estrategia del regionalismo crítico delineado más arriba se dirige
principalmente al mantenimiento de una densidad y resonancia expresivas en una
arquitectura de resistencia (una densidad cultural que bajo las condiciones
actuales podría considerarse potencialmente liberadora en si misma, puesto que
posibilita al usuario múltiples experiencias), la provisión de un lugar-forma
es igualmente esencial para la práctica critica, puesto que una arquitectura de
resistencia, en un sentido institucional, depende necesariamente de un dominio
claramente definido. Tal vez el ejemplo más genérico de semejante forma urbana
sea la manzana, aunque pueden citarse otros tipos relacionados, introspectivos,
como la galería, el atrio, el atrio o el laberinto. Y mientras que en la actualidad
estos tipos se han convertido en los vehículos para acomodar ámbitos pseudo
públicos (pensemos en recientes megaestructuras de viviendas, hoteles, centros
de compras, etc.), ni siquiera en estos casos podemos descartar por entero el
potencial latente político y resistente del lugar y la forma.
5. Cultura contra naturaleza:
topografía, contexto, clima, luz y forma tectónica
El
regionalismo crítico implica necesariamente una relación dialéctica más directa
con la naturaleza que las tradiciones más abstractas y formales que permite la
arquitectura de la vanguardia moderna. Parece evidente que la tendencia a la
tabula rasa de la modernización favorece un uso óptimo de equipos de
excavación, dado que un fundamento totalmente plano se considera como la matriz
más económica sobre la que basar la racionalidad de la construcción. Nos encontramos
de nuevo en términos concretos con esta oposición fundamental entre civilización
universal y cultura autóctona. La excavación de una topografía irregular para convertirla
en un solar llano es claramente un gesto tecnocrático que aspira a una
condición de falta localización absoluta, mientras que, terraplenar el mismo
solar para recibir la forma escalonada de un edificio es un compromiso con el
acto de “cultivar” el solar.
Está
claro que semejante manera de observar y actuar nos acerca de nuevo a la etimología
de Heidegger; al mismo tiempo evoca el método al que alude Mario Botta llamándolo
“construcción del solar”. Es posible argumentar que en este último caso la
cultura específica de la región -su historia tanto en sentido geológico como
agrícola- se inscribe en la forma de realizar un trabajo. Esta inscripción, que
procede de la “incrustación” del edificio en el solar, tiene muchos niveles de
significado, pues tiene la capacidad de encarnar en la forma construida, la
prehistoria del lugar, su pasado arqueológico y su consiguiente cultivo y
transformación a través del tiempo. A través de esta estratificación del solar,
las idiosincrasias del emplazamiento encuentran su expresión sin caer en el
sentimentalismo.
Lo
que es evidente en el caso de la fotografía es también aplicable en un grado
similar a la estructura urbana existente, y lo mismo puede afirmarse de las
contingencias del clima y las calidades temporalmente moduladas de la luz
local. Una vez más, la modulación juiciosa y la incorporación de tales factores
deben ser, casi por definición, fundamentalmente opuestas al uso óptimo de la técnica
universal. Esto quizá resulte más claro en el caso del control de la luz y el clima.
La ventana genérica es con toda evidencia el punto más delicado en el que estas
dos fuerzas naturales interfieren con la membrana exterior del edificio, pues
el ventanaje tiene una capacidad innata para inscribir en la arquitectura el
carácter de una región y por ende expresar el lugar en el que la obra está
situada.
Hasta
fecha reciente, los preceptos admitidos de la moderna práctica de los conservadores
de museos favorecía el uso exclusivo de la luz artificial en todas las galerías
de arte. Quizá no ha sido suficientemente reconocido que esta encapsulación
tiende a reducir la obra de arte a una mercancía, dado que ese ambiente debe
colaborar para despojar la obra de lugar. Esto se debe a que nunca se permite a
espectro de la luz local iluminar su superficie. Vemos como la pérdida de aura,
atribuida por Walter BenjamIn a los procesos de la reproducción mecánica, surgen
también de una aplicación relativamente estática de la tecnología universal. Lo
contrario a esta práctica “sin lugar” sería hacer que las galerías de arte
estuvieran iluminadas en lo alto mediante monitores cuidadosamente ingeniados,
de modo que, mientras se evitan los efectos nefastos de la luz sola directa, la
luz ambiente del volumen de exhibición cambie bajo el impacto del tiempo, la estación,
la humedad, etc. Tales condiciones garantizan la aparición de una poética consciente
del espacio, una forma de filtración compuesta por una interacción entre
cultura y naturaleza, entre arte y luz. Este principio es claramente aplicable
a todo ventanaje, al margen del tamaño y la localización. Una constante
“modulación regional” de la forma surge directamente del hecho de que en
ciertos climas la abertura vidriada está adelantada, mientras que en otros está
retirada tras la fachada de mampostería (o, alternativamente, protegida por
postigos graduables).
La
manera en que tales aberturas proporcionan una ventilación apropiada también
constituye un elemento poco sentimental que refleja la naturaleza de la cultura
local. Aquí el principal antagonista de la cultura es el omnipresente acondicionador
de aire, aplicado en todo tiempo y lugar, al margen de las condiciones
climáticas locales que pueden expresar al lugar específico y las variaciones
estacionales de su clima. Cada vez que estas variaciones tienen lugar, la ventana
fija y el sistema de aire acondicionado accionado por control remoto son mutuamente
indicadores de la dominación por la técnica universal.
A
pesar de la importancia crítica de la topografía y la luz, el principio
esencial de la autonomía arquitectónica reside en lo tectónico más que en lo
escenográfico: es decir, que esta autonomía se encarna en los ligamientos revelados
de la construcción y en la manera en que la forma sintáctica de la estructura resiste
explícitamente la acción de la gravedad. Es evidente que este discurso de la
carga soportada (la viga) y la carga que soporta (la columna) no puede existir cuando
la estructura está enmascarada u oculta. Por otra parte, la tectónica no debe confundirse
con lo puramente técnico, pues es más que la simple revelación de estereotomía
o la expresión de la estructura esquelética. Su esencia fue definida en primer lugar
por el esteta alemán Karl Bötticher en su libro Die Tektonik der Hellenen
(1852); y tal vez lo resumió mejor el historiador de la arquitectura Stanford
Anderson cuando escribió:
“Tektonik”
referido no sólo a la actividad de hacer la materialmente necesaria construcción...
sino más bien a la actividad que eleva esta construcción a la categoría de una
forma artística. La forma funcionalmente adecuada debe adaptarse a fin de dar expresión
a su función. La sensación de apoyo proporcionada por el énfasis de las columnas
griegas se convirtió en la piedra de toque de este concepto de Tektonik.
Hoy
la tectónica sigue siendo para nosotros un medio potencial para poner en
relación los materiales, la obra y la gravedad, a fin de producir un compuesto
que, de hecho, es una condensación de toda la estructura. Aquí podemos hablar
de la presentación de una poética estructural más que de la representación de
una fachada.
6. Lo visual contra lo táctil
La
elasticidad táctil del lugar y la forma y la capacidad del cuerpo para
interpretar el entorno con datos distintos a los aportados por la vista,
sugieren una estrategia potencial para presentar resistencia a la dominación de
la tecnología universal. Es sintomático de la prioridad dada a la vista que nos
parezca necesario recordarnos que la dimensión táctil es importante para la percepción
de la forma construida. Baste recordar toda una gama de percepciones
sensoriales complementarias que son registradas por el cuerpo lábil: la
intensidad de la luz, la oscuridad, el calor y el frío; la sensación de humedad;
el aroma de los materiales; la presencia casi palpable de mampostería cuando el
cuerpo percibe su propio confinamiento; el impulso de una marcha inducida y la relativa
inercia del cuerpo cuando camina por el suelo; la resonancia de nuestras propias
pisadas. Lucchino Visconti fue muy consciente de estos factores cuando rodó la
película Los condenados, pues insistió en que el decorado principal de la
mansión de Altona debería estar pavimentado con parquet de madera auténtico.
Creía que sin un suelo sólido bajo los pies los actores serían incapaces de
asumir posturas apropiadas y convincentes.
Una
sensibilidad táctil similar resulta evidente en el acabado del espacio para la
circulación pública del ayuntamiento de Saynatsalo, construido por Alvar Aalto
en 1952. La ruta principal que conduce a la sala del consejo en el segundo piso
está finalmente orquestada de una manera que es tan táctil como visual. La
escalera de acceso no sólo está franqueada por paredes de ladrillo, sino que los
escalones y montantes también están acabados en ladrillo. Así el ímpetu cinético
del cuerpo al subir la escalera es frenado por la fricción de los escalones,
que son “interpretados” poco después en contraste con el suelo de madera de la
misma sala del consejo. Esta cámara afirma su condición honorífica por medio
del sonido, el olor y la textura, por no mencionar la suave desviación del
suelo (y una visible tendencia a perder el equilibrio en su superficie pulimentada).
Este ejemplo deja claro que la importancia liberadora de lo táctil reside en el
hecho de que sólo puede descodificarse según el punto de vista de la misma
experiencia: no se puede reducir a mera información, representación o la simple
evocación de un simulacro sustitutorio de presencias ausentes.
De
esta manera, el regionalismo crítico trata de complementar nuestra experiencia
visual normativa reorientando la gama táctil de las percepciones humanas. Al
hacerlo así, se esfuerza por equilibrar la prioridad concedida a la imagen y
contrarrestar la tendencia occidental a interpretar el medio ambiente en formas
exclusivamente de perspectiva alejada. De acuerdo con su etimología, la
perspectiva significa visión racionalizada o vista clara, y como tal presupone
una supresión consciente de los sentidos del olfato, el oído y el gusto, y un
distanciamiento consiguiente de una experiencia más directa del entorno. Esta
limitación autoimpuesta se relaciona con lo que Heidegger ha llamado una
“pérdida de proximidad”. Al tratar de contrarrestar esta pérdida, lo táctil se
opone a lo escenográfico y a correr velos sobre la superficie de la realidad.
Su capacidad para despertar el impulso de tocar remite al arquitecto a la
poética de la construcción y a la erección de obras en las que el valor
tectónico de cada componente depende de la densidad de su objeto. La unión de
lo táctil y lo tectónico tiene la capacidad de trascender el mero aspecto de lo
técnico de modo muy parecido al potencial que tiene el lugar y la forma para
resistir el ataque implacable de la modernización global.
Notas:
1
Paul Ricoeur, «Universal Civilization and National Cultur» (1961), History and
Truth (Evanston: Northwestern University Press, 1965), pp. 276/ 7.
2
Ricoeur, p-277
3
Hannah Arendt. The Human Condition (Chicago: University of Chicago Press,
1958), p. 154
4
Clement Greenberg, «Avant-Garde and Kitsch», en Gillo Dorfies, ed., Kitsch
(Nueva York: Universe Books, 1969), p. 126
5
Greenberg, «Modernist Painting», en Gregory Battcock, ed., The New Art (Nueva
York: Dutton, 1966), pp. 101-2.
6
Véase Charles Jencks, The Language of Post- Modem Architecture (Nueva York:
Rizzoli, 1977).
7
Jerry Mander, Four Argumenis for the Elimination of Television (Nueva York:
1978), p. 134.
8
Herbert Marcuse, El hombre unidimensional (Barcelona: Seix y Barral, 1971), P.
181.
9
Alex Tzonis y Liliane Lefaivre, «The Grid and the Pathway. An introduction to
the Work of Dimitris Antonakakis , Architecture
in Greece, 15 (Awnas: 1981), p. 178.
10
Ricoeur, p. 283.
11
Aldo Van Eyck, Forum (Amsterdam: 1962).
12
Jorn Utzon, «Platforms and Plateaus: Ideas of a Danish Architect», Zodiac , 10
(Milán: Edizioni Communita, 1963), pp. 112-14.
13
Jean Gottman, Megalopolis (Cambridge: MIT Press, 1961).
14
Arendt, p. 201