domingo, 23 de octubre de 2011

LA OBRA DE ARTE EN LA ÉPOCA DE LA REPRODUCTIBILIDAD TÉCNICA Walter Benjamin (1936)

«En un tiempo muy distinto del nuestro, y por hombres cuyo poder de acción
sobre las cosas era insignificante comparado con el que nosotros poseemos,
fueron instituidas nuestras Bellas Artes y fijados sus tipos y usos. Pero el
acrecentamiento sorprendente de nuestros medios, la flexibilidad y la precisión
que éstos alcanzan, las ideas y costumbres que introducen, nos aseguran
respecto de cambios próximos y profundos en la antigua industria de lo Bello.
En todas las artes hay una parte física que no puede ser tratada como antaño,
que no puede sustraerse a la acometividad del conocimiento y la fuerza
modernos. Ni la materia, ni el espacio, ni el tiempo son, desde hace veinte
años, lo que han venido siendo desde siempre. Es preciso contar con que
novedades tan grandes transformen toda la técnica de las artes y operen por
tanto sobre la inventiva, llegando quizás hasta a modificar de una manera
maravillosa la noción misma del arte.»
Paul Valéry, Pièces sur l'art («La conquéte de l'ubiquité»).

PROLOGO
Cuando Marx emprendió el análisis de la producción capitalista
estaba ésta en sus comienzos. Marx orientaba su empeño de
modo que cobrase valor de pronóstico. Se remontó hasta las
relaciones fundamentales de dicha producción y las expuso de tal
guisa que resultara de ellas lo que en el futuro pudiera esperarse
del capitalismo. Y resultó que no sólo cabía esperar de él una
explotación crecientemente agudizada de los proletarios, sino
además el establecimiento de condiciones que posibilitan su
propia abolición.
La transformación de la superestructura, que ocurre mucho más
lentamente que la de la infraestructura, ha necesitado más de
medio siglo para hacer vigente en todos los campos de la cultura
el cambio de las condiciones de producción. En qué forma
sucedió, es algo que sólo hoy puede indicarse. Pero de esas
indicaciones debemos requerir determinados pronósticos. Poco
corresponderán a tales requisitos las tesis sobre el arte del
proletariado después de su toma del poder; mucho menos todavía
algunas sobre el de la sociedad sin clases; más en cambio unas
tesis acerca de las tendencias evolutivas del arte bajo las actuales
condiciones de producción. Su dialéctica no es menos perceptible
en la superestructura que en la economía. Por eso sería un error
menospreciar su valor combativo. Dichas tesis dejan de lado una
serie de conceptos heredados (como creación y genialidad,
perennidad y misterio), cuya aplicación incontrolada, y por el
momento difícilmente controlable, lleva a la elaboración del
material fáctico en el sentido fascista. Los conceptos que
seguidamente introducimos por vez primera en la teoría del arte se
distinguen de los usuales en que resultan por completo inútiles
para los fines del fascismo. Por el contrario, son utilizables para la
formación de exigencias revolucionarias en la política artística.
1
La obra de arte ha sido siempre fundamentalmente susceptible de
reproducción. Lo que los hombres habían hecho, podía ser
imitado por los hombres. Los alumnos han hecho copias como
ejercicio artístico, los maestros las hacen para difundir las obras, y
finalmente copian también terceros ansiosos de ganancias. Frente
a todo ello, la reproducción técnica de la obra de arte es algo
nuevo que se impone en la historia intermitentemente, a
empellones muy distantes unos de otros, pero con intensidad
creciente. Los griegos sólo conocían dos procedimientos de
reproducción técnica: fundir y acuñar. Bronces, terracotas y
monedas eran las únicas obras artísticas que pudieron reproducir
en masa. Todas las restantes eran irrepetibles y no se prestaban a
reproducción técnica alguna. La xilografía hizo que por primera
vez se reprodujese técnicamente el dibujo, mucho tiempo antes
de que por medio de la imprenta se hiciese lo mismo con la
escritura. Son conocidas las modificaciones enormes que en la
literatura provocó la imprenta, esto es, la reproductibilidad técnica
de la escritura. Pero a pesar de su importancia, no representan
más que un caso especial del fenómeno que aquí consideramos a
escala de historia universal. En el curso de la Edad Media se
añaden a la xilografía el grabado en cobre y el aguafuerte, así
como la litografía a comienzos del siglo diecinueve.
Con la litografía, la técnica de la reproducción alcanza un grado
fundamentalmente nuevo. El procedimiento, mucho más preciso,
que distingue la transposición del dibujo sobre una piedra de su
incisión en taco de madera o de su grabado al aguafuerte en una
plancha de cobre, dio por primera vez al arte gráfico no sólo la
posibilidad de poner masivamente (como antes) sus productos en
el mercado, sino además la de ponerlos en figuraciones cada día
nuevas. La litografía capacitó al dibujo para acompañar,
ilustrándola, la vida diaria. Comenzó entonces a ir al paso con la
imprenta. Pero en estos comienzos fue aventajado por la fotografía
pocos decenios después de que se inventara la impresión
litográfica. En el proceso de la reproducción plástica, la mano se
descarga por primera vez de las incumbencias artísticas más
importantes que en adelante van a concernir únicamente al ojo
que mira por el objetivo. El ojo es más rápido captando que la
mano dibujando; por eso se ha apresurado tantísimo el proceso
de la reproducción plástica que ya puede ir a paso con la palabra
hablada. Al rodar en el estudio, el operador de cine fija las
imágenes con la misma velocidad con la que el actor habla. En la
litografía se escondía virtualmente el periódico ilustrado y en la
fotografía el cine sonoro. La reproducción técnica del sonido fue
empresa acometida a finales del siglo pasado. Todos estos
esfuerzos convergentes hicieron previsible una situación que Paul
Valéry caracteriza con la frase siguiente: «Igual que el agua, el gas
y la corriente eléctrica vienen a nuestras casas, para servimos,
desde lejos y por medio de una manipulación casi imperceptible,
así estamos también provistos de imágenes y de series de
sonidos que acuden a un pequeño toque, casi a un signo, y que
del mismo modo nos abandonan». Hacia 1900 la reproducción
técnica había alcanzado un standard en el que no sólo
comenzaba a convertir en tema propio la totalidad de las obras de
arte heredadas (sometiendo además su función a modificaciones
hondísimas), sino que también conquistaba un puesto específico
entre los procedimientos artísticos. Nada resulta más instructivo
para el estudio de ese standard que referir dos manifestaciones
distintas, la reproducción de la obra artística y el cine, al arte en su
figura tradicional.
2
Incluso en la reproducción mejor acabada falta algo: el aquí y
ahora de la obra de arte, su existencia irrepetible en el lugar en
que se encuentra. En dicha existencia singular, y en ninguna otra
cosa, se realizó la historia a la que ha estado sometida en el curso
de su perduración. También cuentan las alteraciones que haya
padecido en su estructura física a lo largo del tiempo, así como
sus eventuales cambios de propietario. No podemos seguir el
rastro de las primeras más que por medio de análisis físicos o
químicos impracticables sobre una reproducción; el de los
segundos es tema de una tradición cuya búsqueda ha de partir
del lugar de origen de la obra.
El aquí y ahora del original constituye el concepto de su
autenticidad. Los análisis químicos de la pátina de un bronce
favorecerán que se fije si es auténtico; correspondientemente, la
comprobación de que un determinado manuscrito medieval
procede de un archivo del siglo XV favorecerá la fijación de su
autenticidad. El ámbito entero de la autenticidad se sustrae a la
reproductibilidad técnica —y desde luego que no sólo a la
técnica—. Cara a la reproducción manual, que normalmente es
catalogada como falsificación, lo auténtico conserva su autoridad
plena, mientras que no ocurre lo mismo cara a la reproducción
técnica. La razón es doble. En primer lugar, la reproducción
técnica se acredita como más independiente que la manual
respecto del original. En la fotografía, por ejemplo, pueden resaltar
aspectos del original accesibles únicamente a una lente manejada
a propio antojo con el fin de seleccionar diversos puntos de vista,
inaccesibles en cambio para el ojo humano. 0 con ayuda de
ciertos procedimientos, como la ampliación o el retardador,
retendrá imágenes que se le escapan sin más a la óptica humana.
Además, puede poner la copia del original en situaciones
inasequibles para éste. Sobre todo le posibilita salir al encuentro
de su destinatario, ya sea en forma de fotografía o en la de disco
gramofónico. La catedral deja su emplazamiento para encontrar
acogida en el estudio de un aficionado al arte; la obra coral, que
fue ejecutada en una sala o al aire libre, puede escucharse en una
habitación.
Las circunstancias en que se ponga al producto de la
reproducción de una obra de arte, quizás dejen intacta la
consistencia de ésta, pero en cualquier caso deprecian su aquí y
ahora. Aunque en modo alguno valga esto sólo para una obra
artística, sino que parejamente vale también, por ejemplo, para un
paisaje que en el cine transcurre ante el espectador. Sin embargo,
el proceso aqueja en el objeto de arte una médula sensibilísima
que ningún objeto natural posee en grado tan vulnerable. Se trata
de su autenticidad. La autenticidad de una cosa es la cifra de todo
lo que desde el origen puede transmitirse en ella desde su
duración material hasta su testificación histórica. Como esta última
se funda en la primera, que a su vez se le escapa al hombre en la
reproducción, por eso se tambalea en ésta la testificación histórica
de la cosa. Claro que sólo ella; pero lo que se tambalea de tal
suerte es su propia autoridad.
Resumiendo todas estas deficiencias en el concepto de aura,
podremos decir: en la época de la reproducción técnica de la obra
de arte lo que se atrofia es el aura de ésta. El proceso es
sintomático; su significación señala por encima del ámbito
artístico. Conforme a una formulación general: la técnica
reproductiva desvincula lo reproducido del ámbito de la tradición.
Al multiplicar las reproducciones pone su presencia masiva en el
lugar de una presencia irrepetible. Y confiere actualidad a lo
reproducido al permitirle salir, desde su situación respectiva, al
encuentro de cada destinatario. Ambos procesos conducen a una
fuerte conmoción de lo transmitido, a una conmoción de la
tradición, que es el reverso de la actual crisis y de la renovación de
la humanidad. Están además en estrecha relación con los
movimientos de masas de nuestros días. Su agente más
poderoso es el cine. La importancia social de éste no es
imaginable incluso en su forma más positiva, y precisamente en
ella, sin este otro lado suyo destructivo, catártico: la liquidación del
valor de la tradición en la herencia cultural. Este fenómeno es
sobre todo perceptible en las grandes películas históricas. Es éste
un terreno en el que constantemente toma posiciones. Y cuando
Abel Gance proclamó con entusiasmo en 1927: «Shakespeare,
Rembrandt, Beethoven, harán cine... Todas las leyendas, toda la
mitología y todos los mitos, todos los fundadores de religiones y
todas las religiones incluso... esperan su resurrección luminosa, y
los héroes se apelotonan, para entrar, ante nuestras puertas» nos
estaba invitando, sin saberlo, a una liquidación general.
3
Dentro de grandes espacios históricos de tiempo se modifican,
junto con toda la existencia de las colectividades humanas, el
modo y manera de su percepción sensorial. Dichos modo y
manera en que esa percepción se organiza, el medio en el que
acontecen, están condicionados no sólo natural, sino también
históricamente. El tiempo de la Invasión de los Bárbaros, en el cual
surgieron la industria artística del Bajo Imperio y el Génesis de
Viena, trajo consigo además de un arte distinto del antiguo una
percepción también distinta. Los eruditos de la escuela vienesa,
Riegel y Wickhoff, hostiles al peso de la tradición clásica que
sepultó aquel arte, son los primeros en dar con la ocurrencia de
sacar de él conclusiones acerca de la organización de la
percepción en el tiempo en que tuvo vigencia. Por sobresalientes
que fueran sus conocimientos, su limitación estuvo en que
nuestros investigadores se contentaron con indicar la signatura
formal propia de la percepción en la época del Bajo Imperio. No
intentaron (quizás ni siquiera podían esperarlo) poner de
manifiesto las transformaciones sociales que hallaron expresión en
esos cambios de la sensibilidad. En la actualidad son más
favorables las condiciones para un atisbo correspondiente. Y si las
modificaciones en el medio de la percepción son susceptibles de
que nosotros, sus coetáneos, las entendamos como
desmoronamiento del aura, sí que podremos poner de bulto sus
condicionamientos sociales.
Conviene ilustrar el concepto de aura, que más arriba hemos
propuesto para temas históricos, en el concepto de un aura de
objetos naturales. Definiremos esta última como la manifestación
irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar).
Descansar en un atardecer de verano y seguir con la mirada una
cordillera en el horizonte o una rama que arroja su sombra sobre
el que reposa, eso es aspirar el aura de esas montañas, de esa
rama. De la mano de esta descripción es fácil hacer una cala en
los condicionamientos sociales del actual desmoronamiento del
aura. Estriba éste en dos circunstancias que a su vez dependen
de la importancia creciente de las masas en la vida de hoy. A
saber: acercar espacial y humanamente las cosas es una
aspiración de las masas actuales tan apasionada como su
tendencia a superar la singularidad de cada dato acogiendo su
reproducción. Cada día cobra una vigencia más irrecusable la
necesidad de adueñarse de los objetos en la más próxima de las
cercanías, en la imagen, más bien en la copia, en la reproducción.
Y la reproducción, tal y como la aprestan los periódicos ilustrados
y los noticiarios, se distingue inequívocamente de la imagen. En
ésta, la singularidad y la perduración están imbricadas una en otra
de manera tan estrecha como lo están en aquélla la fugacidad y la
posible repetición. Quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su
aura, es la signatura de una percepción cuyo sentido para lo igual
en el mundo ha crecido tanto que incluso, por medio de la
reproducción, le gana terreno a lo irrepetible. Se denota así en el
ámbito plástico lo que en el ámbito de la teoría advertimos como
un aumento de la importancia de la estadística. La orientación de
la realidad a las masas y de éstas a la realidad es un proceso de
alcance ilimitado tanto para el pensamiento como para la
contemplación.
4
La unicidad de la obra de arte se identifica con su ensamblamiento
en el contexto de la tradición. Esa tradición es desde luego algo
muy vivo, algo extraordinariamente cambiante. Una estatua
antigua de Venus, por ejemplo, estaba en un contexto tradicional
entre los griegos, que hacían de ella objeto de culto, y en otro
entre los clérigos medievales que la miraban como un ídolo
maléfico. Pero a unos y a otros se les enfrentaba de igual modo su
unicidad, o dicho con otro término: su aura. La índole original del
ensamblamiento de la obra de arte en el contexto de la tradición
encontró su expresión en el culto. Las obras artísticas más
antiguas sabemos que surgieron al servicio de un ritual primero
mágico, luego religioso. Es de decisiva importancia que el modo
aurático de existencia de la obra de arte jamás se desligue de la
función ritual. Con otras palabras: el valor único de la auténtica
obra artística se funda en el ritual en el que tuvo su primer y
original valor útil. Dicha fundamentación estará todo lo mediada
que se quiera, pero incluso en las formas más profanas del
servicio a la belleza resulta perceptible en cuanto ritual
secularizado. Este servicio profano, que se formó en el
Renacimiento para seguir vigente por tres siglos, ha permitido, al
transcurrir ese plazo y a la primera conmoción grave que le
alcanzara, reconocer con toda claridad tales fundamentos. Al
irrumpir el primer medio de reproducción de veras revolucionario,
a saber la fotografía (a un tiempo con el despunte del socialismo),
el arte sintió la proximidad de la crisis (que después de otros cien
años resulta innegable), y reaccionó con la teoría de «l'art pour
l'art», esto es, con una teología del arte. De ella procedió
ulteriormente ni más ni menos que una teología negativa en figura
de la idea de un arte «puro» que rechaza no sólo cualquier función
social, sino además toda determinación por medio de un
contenido objetual. (En la poesía, Mallarmé ha sido el primero en
alcanzar esa posición.)
Hacer justicia a esta serie de hechos resulta indispensable para
una cavilación que tiene que habérselas con la obra de arte en la
época de su reproducción técnica. Esos hechos preparan un
atisbo decisivo en nuestro tema: por primera vez en la historia
universal, la reproductibilidad técnica emancipa a la obra artística
de su existencia parasitaria en un ritual. La obra de arte
reproducida se convierte, en medida siempre creciente, en
reproducción de una obra artística dispuesta para ser reproducida.
De la placa fotográfica, por ejemplo, son posibles muchas copias;
preguntarse por la copia auténtica no tendría sentido alguno. Pero
en el mismo instante en que la norma de la autenticidad fracasa en
la producción artística, se trastorna la función íntegra del arte. En
lugar de su fundamentación en un ritual aparece su
fundamentación en una praxis distinta, a saber en la política.
5
La recepción de las obras de arte sucede bajo diversos acentos
entre los cuales hay dos que destacan por su polaridad. Uno de
esos acentos reside en el valor cultual, el otro en el valor exhibitivo
de la obra artística. La producción artística comienza con hechuras
que están al servicio del culto. Presumimos que es más importante
que dichas hechuras estén presentes y menos que sean vistas. El
alce que el hombre de la Edad de Piedra dibuja en las paredes de
su cueva es un instrumento mágico. Claro que lo exhibe ante sus
congéneres; pero está sobre todo destinado a los espíritus. Hoy
nos parece que el valor cultual empuja a la obra de arte a
mantenerse oculta: ciertas estatuas de dioses sólo son accesibles
a los sacerdotes en la «cella». Ciertas imágenes de Vírgenes
permanecen casi todo el año encubiertas, y determinadas
esculturas de catedrales medievales no son visibles para el
espectador que pisa el santo suelo. A medida que las
ejercitaciones artísticas se emancipan del regazo ritual, aumentan
las ocasiones de exhibición de sus productos. La capacidad
exhibitiva de un retrato de medio cuerpo, que puede enviarse de
aquí para allá, es mayor que la de la estatua de un dios, cuyo
puesto fijo es el interior del templo. Y si quizás la capacidad
exhibitiva de una misa no es de por sí menor que la de una
sinfonía, la sinfonía ha surgido en un tiempo en el que su
exhibición prometía ser mayor que la de una misa.
Con los diversos métodos de su reproducción técnica han crecido
en grado tan fuerte las posibilidades de exhibición de la obra de
arte, que el corrimiento cuantitativo entre sus dos polos se toma,
como en los tiempos primitivos, en una modificación cualitativa de
su naturaleza. A saber, en los tiempos primitivos, y a causa de la
preponderancia absoluta de su valor cultual, fue en primera línea
un instrumento de magia que sólo más tarde se reconoció en
cierto modo como obra artística; y hoy la preponderancia absoluta
de su valor exhibitivo hace de ella una hechura con funciones por
entero nuevas entre las cuales la artística —la que nos es
consciente— se destaca como la que más tarde tal vez se
reconozca en cuanto accesoria. Por lo menos es seguro que
actualmente la fotografía y además el cine proporcionan las
aplicaciones más útiles de ese conocimiento.
6
En la fotografía, el valor exhibitivo comienza a reprimir en toda la
línea al valor cultual. Pero éste no cede sin resistencia. Ocupa una
última trinchera que es el rostro humano. En modo alguno es
casual que en los albores de la fotografía el retrato ocupe un
puesto central. El valor cultual de la imagen tiene su último refugio
en el culto al recuerdo de los seres queridos, lejanos o
desaparecidos. En las primeras fotografías vibra por vez postrera
el aura en la expresión de una cara humana. Y esto es lo que
constituye su belleza melancólica e incomparable. Pero cuando el
hombre se retira de la fotografía, se opone entonces, superándolo,
el valor exhibitivo al cultual. Atget es sumamente importante por
haber localizado este proceso al retener hacia 1900 las calles de
París en aspectos vacíos de gente. Con mucha razón se ha dicho
de él que las fotografió como si fuesen el lugar del crimen. Porque
también éste está vacío y se le fotografía a causa de los indicios.
Con Atget comienzan las placas fotográficas a convertirse en
pruebas en el proceso histórico. Y así es como se forma su
secreta significación histórica. Exigen una recepción en un sentido
determinado. La contemplación de vuelos propios no resulta muy
adecuada. Puesto que inquietan hasta tal punto a quien las mira,
que para ir hacia ellas siente tener que buscar un determinado
camino. Simultáneamente los periódicos ilustrados empiezan a
presentarle señales indicadoras. Acertadas o erróneas, da lo
mismo. Por primera vez son en esos periódicos obligados los pies
de las fotografías. Y claro está que éstos tienen un carácter muy
distinto al del título de un cuadro. El que mira una revista ilustrada
recibe de los pies de sus imágenes unas directivas que en el cine
se harán más precisas e imperiosas, ya que la comprensión de
cada imagen aparece prescrita por la serie de todas las imágenes
precedentes.
7
Aberrante y enmarañada se nos antoja hoy la disputa sin cuartel
que al correr el siglo diecinueve mantuvieron la fotografía y la
pintura en cuanto al valor artístico de sus productos. Pero no
pondremos en cuestión su importancia, sino que más bien
podríamos subrayarla. De hecho esa disputa era expresión de un
trastorno en la historia universal del que ninguno de los dos
contendientes era consciente. La época de su reproductibilidad
técnica desligó al arte de su fundamento cultual: y el halo de su
autonomía se extinguió para siempre. Se produjo entonces una
modificación en la función artística que cayó fuera del campo de
visión del siglo. E incluso se le ha escapado durante tiempo al
siglo veinte, que es el que ha vivido el desarrollo del cine.
En vano se aplicó por de pronto mucha agudeza para decidir si la
fotografía es un arte (sin plantearse la cuestión previa sobre si la
invención de la primera no modificaba por entero el carácter del
segundo). Enseguida se encargaron los teóricos del cine de hacer
el correspondiente y precipitado planteamiento. Pero las
dificultades que la fotografía deparó a la estética tradicional fueron
juego de niños comparadas con las que aguardaban a esta última
en el cine. De ahí esa ciega vehemencia que caracteriza los
comienzos de la teoría cinematográfica. Abel Gance, por ejemplo,
compara el cine con los jeroglíficos: «Henos aquí, en
consecuencia de un prodigioso retroceso, otra vez en el nivel de
expresión de los egipcios... El lenguaje de las imágenes no está
todavía a punto, porque nosotros no estamos aún hechos para
ellas. No hay por ahora suficiente respeto, suficiente culto por lo
que expresan». También Séverin-Mars escribe: «¿Qué otro arte
tuvo un sueño más altivo... a la vez más poético y más real?
Considerado desde este punto de vista representaría el cine un
medio incomparable de expresión, y en su atmósfera debieran
moverse únicamente personas del más noble pensamiento y en
los momentos más perfectos y misteriosos de su carrera». Por su
parte, Alexandre Arnoux concluye una fantasía sobre el cine mudo
con tamaña pregunta: «Todos los términos audaces que
acabamos de emplear, ¿no definen al fin y al cabo la oración?».
Resulta muy instructivo ver cómo, obligados por su empeño en
ensamblar el cine en el arte, esos teóricos ponen en su
interpretación, y por cierto sin reparo de ningún tipo, elementos
cultuales. Y sin embargo, cuando se publicaron estas
especulaciones ya existían obras como La opinión pública y La
quimera del oro. Lo cual no impide a Abel Gance aducir la
comparación con los jeroglíficos y a Séverin-Mars hablar del cine
como podría hablarse de las pinturas de Fra Angelico. Es
significativo que autores especialmente reaccionarios busquen
hoy la importancia del cine en la misma dirección, si no en lo
sacral, sí desde luego en lo sobrenatural. Con motivo de la
realización de Reinhardt del Sueño de una noche de verano afirma
Werfel que no cabe duda de que la copia estéril del mundo
exterior con sus calles, sus interiores, sus estaciones, sus
restaurantes, sus autos y sus playas es lo que hasta ahora ha
obstruido el camino para que el cine ascienda al reino del arte. «El
cine no ha captado todavía su verdadero sentido, sus
posibilidades reales... Estas consisten en su capacidad
singularísima para expresar, con medios naturales y con una
fuerza de convicción incomparable, lo quimérico, lo maravilloso, lo
sobrenatural».
8
En definitiva, el actor de teatro presenta él mismo en persona al
público su ejecución artística; por el contrario, la del actor de cine
es presentada por medio de todo un mecanismo. Esto último tiene
dos consecuencias. El mecanismo que pone ante el público la
ejecución del actor cinematográfico no está atenido a respetarla
en su totalidad. Bajo la guía del cámara va tomando posiciones a
su respecto. Esta serie de posiciones, que el montador compone
con el material que se le entrega, constituye la película montada
por completo. La cual abarca un cierto número de momentos
dinámicos que en cuanto tales tienen que serle conocidos a la
cámara (para no hablar de enfoques especiales o de grandes
planos). La actuación del actor está sometida por tanto a una serie
de tests ópticos. Y ésta es la primera consecuencia de que su
trabajo se exhiba por medio de un mecanismo. La segunda
consecuencia estriba en que este actor, puesto que no es él
mismo quien presenta a los espectadores su ejecución, se ve
mermado en la posibilidad, reservada al actor de teatro, de
acomodar su actuación al público durante la función. El
espectador se encuentra pues en la actitud del experto que emite
un dictamen sin que para ello le estorbe ningún tipo de contacto
personal con el artista. Se compenetra con el actor sólo en tanto
que se compenetra con el aparato. Adopta su actitud: hace test. Y
no es ésta una actitud a la que puedan someterse valores
cultuales.
9
Al cine le importa menos que el actor represente ante el público.
un personaje; lo que le importa es que se represente a si mismo
ante el mecanismo. Pirandello ha sido uno de los primeros en dar
con este cambio que los tests imponen al actor. Las advertencias
que hace a este respecto en su novela Se rueda quedan
perjudicadas, pero sólo un poco, al limitarse a destacar el lado
negativo del asunto. Menos aún les daña que se refieran
únicamente al cine mudo. Puesto que el cine sonoro no ha
introducido en este orden ninguna alteración fundamental. Sigue
siendo decisivo representar para un aparato —o en el caso del
cine sonoro para dos. «El actor de cine», escribe Pirandello, «se
siente como en el exilio. Exiliado no sólo de la escena, sino de su
propia persona. Con un oscuro malestar percibe el vacío
inexplicable debido a que su cuerpo se convierte en un síntoma
de deficiencia que se volatiliza y al que se expolia de su realidad,
de su vida, de su voz y de los ruidos que produce al moverse,
transformándose entonces en una imagen muda que tiembla en la
pantalla un instante y que desaparece enseguida quedamente...
La pequeña máquina representa ante el público su sombra, pero
él tiene que contentarse con representar ante la máquina». He
aquí un estado de cosas que podríamos caracterizar así: por
primera vez —y esto es obra del cine— llega el hombre a la
situación de tener que actuar con toda su persona viva, pero
renunciando a su aura. Porque el aura está ligada a su aquí y
ahora. Del aura no hay copia. La que rodea a Macbeth en escena
es inseparable de la que, para un público vivo, ronda al actor que
le representa. Lo peculiar del rodaje en el estudio cinematográfico
consiste en que los aparatos ocupan el lugar del público. Y así
tiene que desaparecer el aura del actor y con ella la del personaje
que representa.
No es sorprendente que en su análisis del cine un dramaturgo
como Pirandello toque instintivamente el fondo de la crisis que
vemos sobrecoge al teatro. La escena teatral es de hecho la
contrapartida más resuelta respecto de una obra de arte captada
íntegramente por la reproducción técnica y que incluso, como el
cine, procede de ella. Así lo confirma toda consideración
mínimamente intrínseca. Espectadores peritos, como Arnheim en
1932, se han percatado hace tiempo de que en el cine «casi
siempre se logren los mayores efectos si se actúa lo menos
posible... El último progreso consiste en que se trata al actor como
a un accesorio escogido característicamente... al cual se coloca en
un lugar adecuado». Pero hay otra cosa que tiene con esto
estrecha conexión. El artista que actúa en escena se transpone en
un papel. Lo cual se le niega frecuentemente al actor de cine. Su
ejecución no es unitaria, sino que se compone de muchas
ejecuciones. Junto a miramientos ocasionales por el precio del
alquiler de los estudios, por la disponibilidad de los colegas, por el
decorado, etc., son necesidades elementales de la maquinaria las
que desmenuzan la actuación del artista en una serie de episodios
montables. Se trata sobre todo de la iluminación, cuya instalación
obliga a realizar en muchas tomas, distribuidas a veces en el
estudio en horas diversas, la exposición de un proceso que en la
pantalla aparece como un veloz decurso unitario. Para no hablar
de montajes mucho más palpables. El salto desde una ventana
puede rodarse en forma de salto desde el andamiaje en los
estudios y, si se da el caso, la fuga subsiguiente se tomará
semanas más tarde en exteriores. Por lo demás es fácil construir
casos muchísimo más paradójicos. Tras una llamada a la puerta
se exige del actor que se estremezca. Quizás ese sobresalto no ha
salido tal y como se desea. El director puede entonces recurrir a la
estratagema siguiente: cuando el actor se encuentre
ocasionalmente otra vez en el estudio le disparan, sin que él lo
sepa, un tiro por la espalda' Se filma su susto en ese instante y se
monta luego en la película. Nada pone más drásticamente de
bulto que el arte se ha escapado del
reino del halo de lo bello, único en el que se pensó por
largo tiempo que podía alcanzar florecimiento.
10
El extrañamiento del actor frente al mecanismo cinematográfico es
de todas todas, tal y como lo describe Pirandello, de la misma
índole que el que siente el hombre ante su aparición en el espejo.
Pero es que ahora esa imagen del espejo puede despegarse de
él, se ha hecho transportable. ¿Y adónde se la transporta? Ante el
público. Ni un solo instante abandona al actor de cine la
conciencia de ello. Mientras está frente a la cámara sabe que en
última instancia es con el público con quien tiene que habérselas:
con el público de consumidores que forman el mercado. Este
mercado, al que va no sólo con su fuerza de trabajo, sino con su
piel, con sus entrañas todas, le resulta, en el mismo instante en
que determina su actuación para él, tan poco asible como lo es
para cualquier artículo que se hace en una fábrica. ¿No tendrá
parte esta circunstancia en la congoja, en esa angustia que, según
Pirandello, sobrecoge al actor ante el aparato? A la atrofia del aura
el cine responde con una construcción artificial de la personality
fuera de los estudios; el culto a las «estrellas», fomentado por el
capital cinematográfico, conserva aquella magia de la
personalidad, pero reducida, desde hace ya tiempo, a la magia
averiada de su carácter de mercancía. Mientras sea el capital
quien de en él el tono, no podrá adjudicársele al cine actual otro
mérito revolucionario que el de apoyar una crítica revolucionaria
de las concepciones que hemos heredado sobre el arte. Claro
que no discutimos que en ciertos casos pueda hoy el cine apoyar
además una crítica revolucionaria de las condiciones sociales,
incluso del orden de la propiedad. Pero no es éste el centro de
gravedad de la presente investigación (ni lo es tampoco de la
producción cinematográfica de Europa occidental).
Es propio de la técnica del cine, igual que de la del deporte, que
cada quisque asista a sus exhibiciones como un medio
especialista. Bastaría con haber escuchado discutir los resultados
de una carrera ciclista a un grupo de repartidores de periódicos,
recostados sobre sus bicicletas, para entender semejante estado
de la cuestión. Los editores de periódicos no han organizado en
balde concursos de carreras entre sus jóvenes repartidores. Y por
cierto que despiertan gran interés en los participantes. El vencedor
tiene la posibilidad de ascender de repartidor de diarios a corredor
de carreras. Los noticiarios, por ejemplo, abren para todos la
perspectiva de ascender de 'transeúntes a comparsas en la
pantalla. De este modo puede en ciertos casos hasta verse
incluido en una obra de arte —recordemos Tres canciones sobre
Lenin de Wertoff o Borinage de Ivens. Cualquier hombre aspirará
hoy a participar en un rodaje. Nada ilustrará mejor esta aspiración
que una cala en la situación histórica de la literatura actual.
Durante siglos las cosas estaban así en la literatura: a un escaso
número de escritores se enfrentaba un número de lectores mil
veces mayor. Pero a fines del siglo pasado se introdujo un
cambio. Con la creciente expansión de la prensa, que
proporcionaba al público lector nuevos órganos políticos,
religiosos, científicos, profesionales y locales, una parte cada vez
mayor de esos lectores pasó, por de pronto ocasionalmente, del
lado de los que escriben. La cosa empezó al abrirles su buzón la
prensa diaria; hoy ocurre que apenas hay un europeo en curso de
trabajo que no haya encontrado alguna vez ocasión de publicar
una experiencia laboral, una queja, un reportaje o algo parecido.
La distinción entre autor y público está por tanto a punto de perder
su carácter sistemático. Se convierte en funcional y discurre de
distinta manera en distintas circunstancias. El lector está siempre
dispuesto a pasar a ser un escritor. En cuanto perito (que para
bien o para mal en perito tiene que acabar en un proceso laboral
sumamente especializado, si bien su peritaje lo será sólo de una
función mínima), alcanza acceso al estado de autor. En la Unión
Soviética es el trabajo mismo el que toma la palabra. Y su
exposición verbal constituye una parte de la capacidad que es
requisito para su ejercicio. La competencia literaria ya no se funda
en una educación especializada, sino politécnica. Se hace así
patrimonio común.
Todo ello puede transponerse sin más al cine, donde ciertas
remociones, que en la literatura han reclamado siglos, se realizan
en el curso de un decenio. En la praxis cinematográfica —sobre
todo en la rusa— se ha consumado ya esa remoción
esporádicamente. Una parte de los actores que encontramos en el
cine ruso no son actores en nuestro sentido, sino gentes que
desempeñan su propio papel, sobre todo en su actividad laboral.
En Europa occidental la explotación capitalista del cine prohíbe
atender la legítima aspiración del hombre actual a ser reproducido.
En tales circunstancias la industria cinematográfica tiene gran
interés en aguijonear esa participación de las masas por medio de
representaciones ilusorias y especulaciones ambivalentes.
11
El rodaje de una película, y especialmente de una película sonora,
ofrece aspectos que eran antes completamente inconcebibles.
Representa un proceso en el que es imposible ordenar una sola
perspectiva sin que todo un mecanismo (aparatos de iluminación,
cuadro de ayudantes, etc.), que de suyo no pertenece a la escena
filmada, interfiera en el campo visual del espectador (a no ser que
la disposición de su pupila coincida con la de la cámara). Esta
circunstancia hace, más que cualquier otra, que las semejanzas,
que en cierto modo se dan entre una escena en el estudio
cinematográfico y en las tablas, resulten superficiales y de poca
monta. El teatro conoce por principio el emplazamiento desde el
que no se descubre sin más ni más que lo que sucede es ilusión.
En el rodaje de una escena cinematográfica no existe ese
emplazamiento. La naturaleza de su ilusión es de segundo grado;
es un resultado del montaje. Lo cual significa: en el estudio de cine
el mecanismo ha penetrado tan hondamente en la realidad que el
aspecto puro de ésta, libre de todo cuerpo extraño, es decir
técnico, no es más que el resultado de un procedimiento especial,
a saber el de la toma por medio de un aparato fotográfico
dispuesto a este propósito y su montaje con otras tomas de igual
índole. Despojada de todo aparato, la realidad es en este caso
sobremanera artificial, y en el país de la técnica la visión de la
realidad inmediata se ha convertido en una flor imposible.
Este estado de la cuestión, tan diferente del propio del teatro, es
susceptible de una confrontación muy instructiva con el que se da
en la pintura. Es preciso que nos preguntemos ahora por la
relación que hay entre el operador y el pintor. Nos permitiremos
una construcción auxiliar apoyada en el concepto de operador
usual en cirugía. El cirujano representa el polo de un orden cuyo
polo opuesto ocupa el mago. La actitud del mago, que cura al
enfermo imponiéndole las manos, es distinta de la del cirujano que
realiza una intervención. El mago mantiene la distancia natural
entre él mismo y su paciente. Dicho más exactamente: la aminora
sólo un poco por virtud de la imposición de sus manos, pero la
acrecienta mucho por virtud de su autoridad. El cirujano procede
al revés: aminora mucho la distancia para con el paciente al
penetrar dentro de él, pero la aumenta sólo un poco por la cautela
con que sus manos se mueven entre sus órganos. En una
palabra: a diferencia del mago (y siempre hay uno en el médico
de cabecera) el cirujano renuncia en el instante decisivo a
colocarse frente a su enfermo como hombre frente a hombre; más
bien se adentra en él operativamente. Mago y cirujano se
comportan uno respecto del otro como el pintor y el cámara. El
primero observa en su trabajo una distancia natural para con su
dato el cámara por el contrario se adentra hondo en la textura de
los datos. Las imágenes que consiguen ambos son enormemente
diversas. La del pintor es total y la del cámara múltiple, troceada
en partes que se juntan según una ley nueva. La representación
cinematográfica de la realidad es para el hombre actual
incomparablemente más importante, puesto que garantiza, por
razón de su intensa compenetración con el aparato, un aspecto
de la realidad despojado de todo aparato que ese hombre está en
derecho de exigir de la obra de arte.
12
La reproductibilidad técnica de la obra artística modifica la relación
de la masa para con el arte. De retrógrada, frente a un Picasso por
ejemplo, se transforma en progresiva, por ejemplo cara a un
Chaplin. Este comportamiento progresivo se caracteriza porque el
gusto por mirar y por vivir se vincula en él íntima e inmediatamente
con la actitud del que opina como perito. Esta vinculación es un
indicio social importante. A saber, cuanto más disminuye la
importancia social de un arte, tanto más se disocian en el público
la actitud crítica y la fruitiva. De lo convencional se disfruta sin
criticarlo, y se critica con aversión lo verdaderamente nuevo. En el
público del cine coinciden la actitud crítica y la fruitiva. Y desde
luego que la circunstancia decisiva, es ésta: las reacciones de
cada uno, cuya suma constituye la reacción masiva del público,
jamás han estado como en el cine tan condicionadas de
antemano por su inmediata, inminente masificación. Y en cuanto
se manifiestan, se controlan. La comparación con la pintura sigue
siendo provechosa. Un cuadro ha tenido siempre la aspiración
eminente a ser contemplado por uno o por pocos. La
contemplación simultánea de cuadros por parte de un gran
público, tal y como se generaliza en el siglo XIX, es un síntoma
temprano de la crisis de la pintura, que en modo alguno desató
solamente la fotografía, sino que con relativa independencia de
ésta fue provocada por la pretensión por parte de la obra de arte
de llegar a las masas.
Ocurre que la pintura no está en situación de ofrecer objeto a una
recepción simultánea y colectiva. Desde siempre lo estuvo en
cambio la arquitectura, como la estuvo antaño el epos y lo está
hoy el cine. De suyo no hay por qué sacar de este hecho
conclusiones sobre el papel social de la pintura, aunque sí pese
sobre ella como perjuicio grave cuando, por circunstancias
especiales y en contra de su naturaleza, ha de confrontarse con
las masas de una manera inmediata. En las iglesias y monasterios
de la Edad Media, y en las cortes principescas hasta casi finales
del siglo dieciocho, la recepción colectiva de pinturas no tuvo
lugar simultáneamente, sino por mediación de múltiples grados
jerárquicos. Al suceder de otro modo, cobra expresión el especial
conflicto en que la pintura se ha enredado a causa de la
reproductibilidad técnica de la imagen. Por mucho que se ha
intentado presentarla a las masas en museos y en exposiciones,
no se ha dado con el camino para que esas masas puedan
organizar y controlar su recepción. Y así el mismo público que es
retrógrado frente al surrealismo, reaccionará progresivamente ante
una película cómica.
13
El cine no sólo se caracteriza por la manera como el hombre se
presenta ante el aparato, sino además por como con ayuda de
éste se representa el mundo en torno. Una ojeada a la psicología
del rendimiento nos ilustrará sobre la capacidad del aparato para
hacer tests. Otra ojeada al psicoanálisis nos ilustrará sobre lo
mismo bajo otro aspecto. El cine ha enriquecido nuestro mundo
perceptivo con métodos que de hecho se explicarían por los de la
teoría freudiana. Un lapsus en la conversación pasaba hace
cincuenta años más o menos desapercibido. Resultaba
excepcional que de repente abriese perspectivas profundas en
esa conversación que parecía antes discurrir superficialmente.
Pero todo ha cambiado desde la Psicopatología de la vida
cotidiana. Esta ha aislado cosas (y las ha hecho analizables), que
antes nadaban inadvertidas en la ancha corriente de lo percibido.
Tanto en el mundo óptico, como en el acústico, el cine ha traído
consigo una profundización similar de nuestra apercepción. Pero
esta situación tiene un reverso: las ejecuciones que expone el cine
son pasibles de análisis mucho más exacto y más rico en puntos
de vista que el que se llevaría a cabo sobre las que se representan
en la pintura o en la escena. El cine indica la situación de manera
incomparablemente más precisa, y esto es lo que constituye su
mayor susceptibilidad de análisis frente a la pintura; respecto de la
escena, dicha capacidad está condicionada porque en el cine hay
también más elementos susceptibles de ser aislados. Tal
circunstancia tiende a favorecer —y de ahí su capital
importancia— la interpenetración recíproca de ciencia y arte. En
realidad, apenas puede señalarse si un comportamiento
limpiamente dispuesto dentro de una situación determinada
(como un músculo en un cuerpo) atrae más por su valor artístico o
por la utilidad científica que rendiría. Una de las funciones
revolucionarias del cine consistirá en hacer que se reconozca que
la utilización científica de la fotografía y su utilización artística son
idénticas. Antes iban generalmente cada una por su lado.
Haciendo primeros planos de nuestro inventario, subrayando
detalles escondidos de nuestros enseres más corrientes,
explorando entornos triviales bajo la guía genial del objetivo, el
cine aumenta por un lado los atisbos en el curso irresistible por el
que se rige nuestra existencia, pero por otro lado nos asegura un
ámbito de acción insospechado, enorme. Parecía que nuestros
bares, nuestras oficinas, nuestras viviendas amuebladas, nuestras
estaciones y fábricas nos aprisionaban sin esperanza. Entonces
vino el cine y con la dinamita de sus décimas de segundo hizo
saltar ese mundo carcelario. Y ahora emprendemos entre sus
dispersos escombros viajes de aventuras. Con el primer plano se
ensancha el espacio y bajo el retardador se alarga el movimiento.
En una ampliación no sólo se trata de aclarar lo que de otra
manera no se vería claro, sino que más bien aparecen en ella
formaciones estructurales del todo nuevas. Y tampoco el
retardador se limita a aportar temas conocidos del movimiento,
sino que en éstos descubre otros enteramente desconocidos que
«en absoluto operan como lentificaciones de movimientos más
rápidos, sino propiamente en cuanto movimientos deslizantes,
flotantes, supraterrenales». Así es como resulta perceptible que la
naturaleza que habla a la cámara no es la misma que la que habla
al ojo. Es sobre todo distinta porque en lugar de un espacio que
trama el hombre con su conciencia presenta otro tramado
inconscientemente. Es corriente que pueda alguien darse cuenta,
aunque no sea más que a grandes rasgos, de la manera de andar
de las gentes, pero desde luego que nada sabe de su actitud en
esa fracción de segundo en que comienzan a alargar el paso. Nos
resulta más o menos familiar el gesto que hacemos al coger el
encendedor o la cuchara, pero apenas si sabemos algo de lo que
ocurre entre la mano y el metal, cuanto menos de sus oscilaciones
según los diversos estados de ánimo en que nos encontremos Y
aquí es donde interviene la cámara con sus medios auxiliares, sus
subidas y sus bajadas, sus cortes y su capacidad aislativa, sus
dilataciones y arrezagamientos de un decurso, sus ampliaciones y
disminuciones. Por su virtud experimentamos el inconsciente
óptico igual que por medio del psicoanálisis nos enteramos del
inconsciente pulsional.
14
Desde siempre ha venido siendo uno de los cometidos más
importantes del arte provocar una demanda cuando todavía no ha
sonado la hora de su satisfacción plena. La historia de toda forma
artística pasa por tiempos críticos en los que tiende a urgir efectos
que se darían sin esfuerzo alguno en un tenor técnico modificado,
esto es, en una forma artística nueva. Y así las extravagancias y
crudezas del arte, que se producen sobre todo en los llamados
tiempos decadentes, provienen en realidad de su centro virtual
histórico más rico. Últimamente el dadaísmo ha rebosado de
semejantes barbaridades. Sólo ahora entendemos su impulso: el
dadaísmo intentaba, con los medios de la pintura (o de la literatura
respectivamente), producir los efectos que el público busca hoy
en el cine.
Toda provocación de demandas fundamentalmente nuevas, de
esas que abren caminos, se dispara por encima de su propia
meta. Así lo hace el dadaísmo en la medida en que sacrifica
valores del mercado, tan propios del cine, en favor de intenciones
más importantes de las que, tal y como aquí las describimos, no
es desde luego consciente. Los dadaístas dieron menos
importancia a la utilidad mercantil de sus obras de arte que a su
inutilidad como objetos de inmersión contemplativa. Y en buena
parte procuraron alcanzar esa inutilidad por medio de una
degradación sistemática de su material. Sus poemas son
«ensaladas de palabras» que contienen giros obscenos y todo
detritus verbal imaginable. E igual pasa con sus cuadros, sobre los
que montaban botones o billetes de tren o de metro o de tranvía.
Lo que consiguen de esta manera es una destrucción sin
miramientos del aura de sus creaciones. Con los medios de
producción imprimen en ellas el estigma de las reproducciones.
Ante un cuadro de Arp o un poema de August Stramm. es
imposible emplear un tiempo en recogerse y formar un juicio, tal y
como lo haríamos ante un cuadro de Derain o un poema de Rilke.
Para una burguesía degenerada el recogimiento se convirtió en
una escuela de conducta asocial, y a él se le enfrenta ahora la
distracción como una variedad de comportamiento social. Al hacer
de la obra de arte un centro de escándalo, las manifestaciones
dadaístas garantizaban en realidad una distracción muy
vehemente. Había sobre todo que dar satisfacción a una
exigencia, provocar escándalo público.
De ser una apariencia atractiva o una hechura sonora convincente,
la obra de arte pasó a ser un proyectil. Chocaba con todo
destinatario. Había adquirido una calidad táctil. Con lo cual
favoreció la demanda del cine, cuyo elemento de distracción es
táctil en primera línea, es decir que consiste en un cambio de
escenarios y de enfoques que se adentran en el espectador como
un choque. Comparemos el lienzo (pantalla) sobre el que se
desarrolla la película con el lienzo en el que se encuentra una
pintura. Este último invita a la contemplación; ante él podemos
abandonamos al fluir de nuestras asociaciones de ideas. Y en
cambio no podremos hacerlo ante un plano cinematográfico.
Apenas lo hemos registrado con los ojos y ya ha cambiado. No es
posible fijarlo. Duhamel, que odia el cine y no ha entendido nada
de su importancia, pero sí lo bastante de su estructura, anota esta
circunstancia del modo siguiente: «Ya no puedo pensar lo que
quiero. Las imágenes movedizas sustituyen a mis pensamientos».
De hecho, el curso de las asociaciones en la mente de quien
contempla las imágenes queda enseguida interrumpido por el
cambio de éstas. Y en ello consiste el efecto de choque del cine
que, como cualquier otro, pretende ser captado gracias a una
presencia de espíritu más intensa. Por virtud de su estructura
técnica el cine ha liberado al efecto físico de choque del embalaje
por así decirlo moral en que lo retuvo el dadaísmo.
15
La masa es una matriz de la que actualmente surte, como vuelto a
nacer, todo comportamiento consabido frente á las obras
artísticas. La cantidad se ha convertido en calidad: el crecimiento
masivo del número de participantes ha modificado la índole de su
participación. Que el observador no se llame a engaño porque
dicha participación aparezca por de pronto bajo una forma
desacreditada. No han faltado los que, guiados por su pasión, se
han atenido precisamente a este lado superficial del asunto.
Duhamel es entre ellos el que se ha expresado de modo más
radical. Lo que agradece al cine es esa participación peculiar que
despierta en las masas. Le llama «pasatiempo para parias,
disipación para ¡letrados, para criaturas miserables aturdidas por
sus trajines y sus preocupaciones..., un espectáculo que no
reclama esfuerzo alguno, que no supone continuidad en las ideas,
que no plantea ninguna pregunta que no aborda con seriedad
ningún problema, que no enciende ninguna pasión, que no
alumbra ninguna luz en el fondo de los corazones, que no excita
ninguna otra esperanza a no ser la esperanza ridícula de
convertirse un día en «star» en Los Angeles». Ya vemos que en el
fondo se trata de la antigua queja: las masas buscan disipación,
pero el arte reclama recogimiento. Es un lugar común. Pero
debemos preguntarnos si da lugar o no para hacer una
investigación acerca del cine.
Se trata de mirar más de cerca. Disipación y recogimiento se
contraponen hasta tal punto que permiten la fórmula siguiente:
quien se recoge ante una obra de arte, se sumerge en ella; se
adentra en esa obra, tal y como narra la leyenda que le ocurrió a
un pintor chino al contemplar acabado su cuadro. Por el contrario,
la masa dispersa sumerge en sí misma a la obra artística. Y de
manera especialmente patente a los edificios. La arquitectura
viene desde siempre ofreciendo el prototipo de una obra de arte,
cuya recepción sucede en la disipación y por parte de una
colectividad. Las leyes de dicha recepción son sobremanera
instructivas.
Las edificaciones han acompañado a la humanidad desde su
historia primera. Muchas formas artísticas han surgido y han
desaparecido. La tragedia nace con los griegos para apagarse
con ellos y revivir después sólo en cuanto a sus reglas. El epos,
cuyo origen está en la juventud de los pueblos, caduca en Europa
al terminar el Renacimiento. La pintura sobre tabla es una creación
de la Edad Media y no hay nada que garantice su duración
ininterrumpida. Pero la necesidad que tiene el hombre de
alojamiento si que es estable. El arte de la edificación no se ha
interrumpido jamás. Su historia es más larga que la de cualquier
otro arte, y su eficacia al presentizarse es importante para todo
intento de dar cuenta de la relación de las masas para con la obra
artística. Las edificaciones pueden ser recibidas de dos maneras,
por el uso y por la contemplación. 0 mejor dicho: táctil Y
ópticamente. De tal recepción no habrá concepto posible si nos la
representamos según la actitud recogida que, por ejemplo, es
corriente en turistas ante edificios famosos. A saber: del lado táctil
no existe correspondencia alguna con lo que del lado óptico es la
contemplación. La recepción táctil no sucede tanto por la vía de la
atención como por la de la costumbre. En cuanto a la arquitectura,
esta última determina en gran medida incluso la recepción óptica.
La cual tiene lugar, de suyo, mucho menos en una atención tensa
que en una advertencia ocasional. Pero en determinadas
circunstancias esta recepción formada en la arquitectura tiene
valor canónico. Porque las tareas que en tiempos de cambio se le
imponen al aparato perceptivo del hombre no pueden resolverse
por la vía meramente óptica, esto es por la de la contemplación.
Poco a poco quedan vencidas por la costumbre (bajo la guía de la
recepción táctil).
También el disperso puede acostumbrarse. Más aún: sólo cuando
resolverlas se le ha vuelto una costumbre, probará poder hacerse
en la dispersión con ciertas tareas. Por medio de la dispersión, tal
y como el arte la depara, se controlará bajo cuerda hasta qué
punto tienen solución las tareas nuevas de la apercepción. Y
como, por lo demás, el individuo está sometido a la tentación de
hurtarse a dichas tareas, el arte abordará la más difícil e importante
movilizando a las masas. Así lo hace actualmente en el cine. La
recepción en la dispersión, que se hace notar con insistencia
creciente en todos los terrenos del arte y que es el síntoma de
modificaciones de hondo alcance en la apercepción, tiene en el
cine su instrumento de entrenamiento. El cine corresponde a esa
forma receptiva por su efecto de choque. No sólo reprime el valor
cultual porque pone al público en situación de experto, sino
además porque dicha actitud no incluye en las salas de
proyección atención alguna. El público es un examinador, pero un
examinador que se dispersa.
EPÍLOGO
La proletarización creciente del hombre actual y el alineamiento
también creciente de las masas son dos caras de uno y el mismo
suceso. El fascismo intenta organizar las masas recientemente
proletarizadas sin tocar las condiciones de la propiedad que
dichas masas urgen por suprimir. El fascismo ve su salvación en
que las masas lleguen a expresarse (pero que ni por asomo
hagan valer sus derechos). Las masas tienen derecho a exigir que
se modifiquen las condiciones de la propiedad; el fascismo
procura que se expresen precisamente en la conservación de
dichas condiciones. En consecuencia, desemboca en un
esteticismo de la vida política. A la violación de las masas, que el
fascismo impone por la fuerza en el culto a un caudillo,
corresponde la violación de todo un mecanismo puesto al servicio
de la fabricación de valores cultuales.
Todos los esfuerzos por un esteticismo político culminan en un
solo punto. Dicho punto es la guerra. La guerra, y sólo ella, hace
posible dar una meta a movimientos de masas de gran escala,
conservando a la vez las condiciones heredadas de la propiedad.
Así es como se formula el estado de la cuestión desde la política.
Desde la técnica se formula del modo siguiente: sólo la guerra
hace posible movilizar todos los medios técnicos del tiempo
presente, conservando a la vez las condiciones de la propiedad.
Claro que la apoteosis de la guerra en el fascismo no se sirve de
estos argumentos. A pesar de lo cual es instructivo echarles una
ojeada. En el manifiesto de Marinetti sobre la guerra colonial de
Etiopía se llega a decir: «Desde hace veintisiete años nos estamos
alzando los futuristas en contra de que se considere a la guerra
antiestética... Por ello mismo afirmamos: la guerra es bella,
porque, gracias a las máscaras de gas, al terrorífico megáfono, a
los lanzallamas y a las tanquetas, funda la soberanía del hombre
sobre la máquina subyugada. La guerra es bella, porque inaugura
el sueño de la metalización del cuerpo humano. La guerra es
bella, ya que enriquece las praderas florecidas con las orquídeas
de fuego de las ametralladoras. La guerra es bella, ya que reúne
en una sinfonía los tiroteos, los cañonazos, los altos el fuego, los
perfumes y olores de la descomposición. La guerra es bella, ya
que crea arquitecturas nuevas como la de los tanques, la de las
escuadrillas formadas geométricamente, la de las espirales de
humo en las aldeas incendiadas y muchas otras... ¡Poetas y
artistas futuristas... acordaos de estos principios fundamentales de
una estética de la guerra para que iluminen vuestro combate por
una nueva poesía,, por unas artes plásticas nuevas!».
Este manifiesto tiene la ventaja de ser claro. Merece que el
dialéctico adopte su planteamiento de la cuestión. La estética de la
guerra actual se le presenta de la manera siguiente: mientras que
el orden de la propiedad impide el aprovechamiento natural de las
fuerzas productivas, el crecimiento de los medios técnicos, de los
ritmos, de la fuentes de energía, urge un aprovechamiento
antinatural. Y lo encuentra en la guerra que, con sus
destrucciones, proporciona la prueba de que la sociedad no
estaba todavía lo bastante madura para hacer de la técnica su
órgano, y de que la técnica tampoco estaba suficientemente
elaborada para dominar las fuerzas elementales de la sociedad. La
guerra imperialista está determinada en sus rasgos atroces por la
discrepancia entre los poderosos medios de producción y su
aprovechamiento insuficiente en el proceso productivo (con otras
palabras: por el paro laboral y la falta de mercados de consumo).
La guerra imperialista es un levantamiento de la técnica, que se
cobra en el material humano las exigencias a las que la sociedad
ha sustraído su material natural. En lugar de canalizar ríos, dirige la
corriente humana al lecho de sus trincheras; en lugar de esparcir
grano desde sus aeroplanos, esparce bombas incendiarias sobre
las ciudades; y la guerra de gases ha encontrado un medio nuevo
para acabar con el aura.
«Fíat ars, pereat mundus», dice el fascismo, y espera de la guerra,
tal y como lo confiesa Marinetti, la satisfacción artística de la
percepción sensorial modificada por la técnica. Resulta patente
que esto es la realización acabada del «arte pour l'art». La
humanidad, que antaño, en Homero, era un objeto de espectáculo
para los dioses olímpicos, se ha convertido ahora en espectáculo
de sí misma. Su autoalienación ha alcanzado un grado que le
permite vivir su propia destrucción como un goce estético de
primer orden. Este es el esteticismo de la política que el fascismo
propugna. El comunismo le contesta con la politización del arte.
(*)

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